El día que dejamos de decir “ten cuidado” cada cinco minutos
Si tienes un niño pequeño en casa, seguro que esta escena te suena: tu peque se sube a una silla, corre por el pasillo, intenta abrir un cajón, escalar el sofá o cargar con una caja más grande que él. Y tú, casi sin pensarlo, sueltas un “¡ten cuidado!” automático. Lo repites mil veces al día. A veces con cariño, otras con urgencia, otras porque ya no sabes ni qué decir.
Es un reflejo natural. Como padres, lo último que queremos es que nuestros hijos se hagan daño. Pero cuando ese “ten cuidado” se convierte en la banda sonora del día a día, conviene parar un momento y hacerse una pregunta:
¿Estamos protegiendo o estamos frenando?
Es fácil caer en la trampa de querer anticiparlo todo. Evitar que se tropiece, que se manche, que se frustre, que lo haga “mal”. Pero si no les dejamos probar, ¿cuándo van a aprender? ¿Y cómo van a descubrir de lo que son capaces?
El miedo es legítimo. Lo tenemos todos. Pero también es importante recordar que nuestros hijos no solo necesitan cuidado; necesitan confianza. Necesitan saber que les estamos mirando, sí, pero no para decirles que se bajen, sino para decirles: “lo estás haciendo genial”, “yo te ayudo si lo necesitas”, “prueba, que aquí estoy”.
A veces, en lugar de decir “¡bájate de ahí!”, podemos observar si realmente hay peligro. Quizá solo está explorando, desarrollando su equilibrio, probando sus límites. Tal vez no necesita que le frenen, sino que le acompañen.
Y si se cae, si tropieza, si algo no le sale… también está aprendiendo. Aprender a levantarse, a hacerlo diferente, a pedir ayuda. Son pequeñas lecciones de autonomía, de autocontrol, de autoestima.
Por eso, muchos padres y madres están empezando a cambiar el chip. A reemplazar el “ten cuidado” constante por otras frases más útiles y respetuosas: – “Ve despacio, así lo harás mejor.”
– “Mira dónde pisas.”
– “Estoy cerca por si me necesitas.”
– “¡Qué bien lo estás intentando!”
No se trata de dejarles solos ni de bajar la guardia. Se trata de estar presentes sin intervenir en cada paso. De permitirles equivocarse, y también sorprendernos. Porque cuando no les interrumpimos cada cinco segundos, pasa algo bonito: empiezan a confiar más en ellos mismos… y nosotros, también.
Así que la próxima vez que tengas el “¡ten cuidado!” en la punta de la lengua, respira un segundo. Pregúntate si realmente hace falta. Y si no… cámbialo por una mirada que diga “confío en ti”.
Porque proteger no es impedir que vivan, es estar ahí mientras aprenden a hacerlo por sí mismos. Y eso —aunque cueste— es también una forma de amor.